EL RESERO, la historia de una estatua. El caballo criollo

FALCO, Orlando W., “El Resero, la historia de una estatua”, Buenos Aires, Editorial El Escriba, 2ª ed. 2010. El Profesor Orlando W. Falco es Director del Museo Criollo de los Corrales y Presidente de la Junta de Estudios Históricos de Mataderos

“EL CABALLO CRIOLLO”

Don Pedro de Mendoza contrajo en las correspondientes capitulaciones firmadas con la corona de España, la obligación de dotar a su expedición con cien yeguas y caballos, en verdad transportó menos; Álvar Núñez Cabeza de Vaca también los llevó a Asunción y Diego de Rojas trasladó equinos desde Perú hasta Tucumán.

Al llegar don Juan de Garay al Río de la Plata existía una gran cantidad de cimarrones (1) que vivían en total libertad y sin ninguna domesticación, en las cercanías del lugar en el que fundó Buenos Aires. Eran animales escapados a las huestes de Mendoza cuyas crías, permaneciendo en estado salvaje durante más de cuarenta años, se habían reproducido en gran cantidad tras el abandono del “real” establecido por el gentilhombre andaluz.

Matar a un caballo era para el español un delito terrible. Los soldados del Adelantado sabían de sobra que sacrificar un reyuno para comerlo era un crimen que había que justificar ante el monarca, “… si te comes un caballo tendrás que explicárselo al rey…”. Los pobladores y militares arribados con Mendoza preferían morir de hambre antes que comerse uno, protegían la vida de estos más que a las de las personas. De hecho, frente a la situación desesperante en la que cayeron los habitantes de la primera fundación llegaron a optar, una vez sacrificada la última res vacuna, por la antropofagia antes que darle muerte a un equino, para satisfacer la elemental necesidad de alimentarse.

El caballo criollo es sin duda descendiente del “corcel español”, de esos mismo que sobrevivieron por no ser comidos, pero no del que hoy conocemos como tal, que nada tiene que ver con los que fueron oportunamente introducidos en América. Los que llegaron con los conquistadores eran caballos de guerra, “los mejores del mundo”, para fines del siglo XV. Un animal que se afincó en la península ibérica producto del cruzamiento de tipologías provenientes de África con las de los caballos propios de España, sin incidir prácticamente en esta mezcla los caballos asiáticos ni los pesados équidos de la Europa septentrional. El típico caballo español de entonces era un animal de líneas breves, mediano (de aproximadamente 1,50 m. de alzada), de perfil recto y de manos y patas cortas y fuertes.

Bien lo expuso el ingeniero francés Alfredo Ebelot en su libro “La Pampa”, al comentar el estudio que su compatriota, el doctor Eduardo Losson estaba realizando hacia fines del la década de l870, sobre el origen de los caballos criollos. Los équidos árabes, persas y tártaros tienen seis vértebras lumbares; el caballo argentino tiene sólo cinco. Consideró como sus antepasados inmediatos a los berberiscos, que son los únicos que tienen igualmente cinco vértebras lumbares. Una teoría basada en la genética de difícil refutación.

En la época del “Descubrimiento” en España había un caballo con características

peculiares que a pesar de lo que mayormente se cree no tenía influencias raciales árabes, ya que los invasores islámicos del siglo VIII usaron caballos visigodos durante su intrusión y también los provistos por las tribus beréberes del norte de África.

Los animales de este género traídos a América por los españoles que eran absolutamente desconocidos para los indígenas poseían una verdadera fusión de razas y sangres (beréberes, libios, visigodos, Etc.) y se habían fortalecido en la plurisecular lucha entre moros y cristianos. Esos corceles transmitieron a sus descendientes americanos y sobre todo a los que hoy conforman la raza criolla argentina, sus características y sus inigualables condiciones. Desde aquella lejana época, la selección natural, a la que sólo sobrevive el mejor, incrementó las virtudes heredadas del caballo peninsular sumando a las bondades de esa estirpe la rusticidad, la resistencia, la fidelidad y la longevidad propias de la raza criolla de nuestro país.

A través del paso de los siglos el caballo criollo participó del nacimiento y del progreso de la colonia. Fue protagonista de los malones, de la impecable técnica militar del “Padre de la Patria” en San Lorenzo, de las guerrillas de Güemes, de la organización de los Colorados del Monte, del temible ejército del Chacho Peñaloza y de la expedición al desierto de Roca. El hombre de nuestra tierra hizo todo a lomo de caballo, médula de la existencia del gaucho y herramienta insustituible. Está comprobado que en Buenos Aires andaban a caballo hasta los pordioseros.

Una fracción de las tropas de caballería comandadas Pueyrredón, al mando del alférez de veintiún años Martín Miguel de Güemes, tomó por asalto a la fragata “Justine” el 12 de agosto de 1806 aprovechando, durante la primera invasión inglesa, una súbita bajante del nivel de las aguas del Río de la Plata a la altura de la Plaza de Toros, hoy Plaza San Martín. No creo que existan en la historia de la guerra naval similares antecedentes de abordajes llevados a cabo por la caballería enemiga.

Con el paso de las centurias se fue conformando un animal casi sin competidores, poco menos que indestructible, que se adaptó magníficamente a la vida en libertad pero sufriendo un entrecruzamiento constante cuyo resultado fue la aparición de morfologías muy diversas. La mestización con razas europeas iría adquiriendo con los años una significativa importancia iniciándose a mediados del siglo XIX en el país, la cruza de caballos a gran escala.

Debe quedar claro, por otra parte, que una cosa es el caballo criollo como biotipo, como grupo racial natural, sin definición zootécnica que poblaba la pradera pampeana como triunfal vencedor en la lucha por la supervivencia y otra es el criollo con pedigrí, reconocido como tal,

que hoy compite con prestigiosas razas extranjeras.

En 1911 un conocido estanciero progresista, médico veterinario y zootecnista de Buenos Aires, el doctor Emilio Solanet, se enteró de la existencia de caballadas criollas puras e intactas, es decir sin el implacable cruzamiento, en poder de ciertos caciques indios de la Patagonia. Sus primeras siete yeguas se las compró a un nieto del cacique tehuelche Antonio Liempichún, llamado Teutrif, seleccionándolas sobre seiscientos ejemplares. En 1912 y en 1919 volvió a adquirir, esta vez, a los caciques Juan Shacquatr, Sacamata para los paisanos, y Loncoluan (2), otras tropillas que eligió tras revisar mil doscientas ochenta yeguas madres, optando por ochenta y cuatro reproductores entre los que se hallaban algunos padrillos que hizo llevar en arreo hasta su estancia “El Cardal” en el partido de Ayacucho (3). Según su hijo, Oscar E. Solanet, también adquirió caballos a “estancieros cristianos”, por ejemplo don Mauricio Brawn (4)

El señor Esteban Breglia, director del Museo Criollo de los de los Corrales hasta su fallecimiento, contó que en el año 1976 el propio doctor Solanet, a quien visitó en su piso de la Av. Alvear, le manifestó que la primera yunta de criollos que obtuvo fue, en realidad, un regalo de los jefes indios.

Siguiendo esa versión parece que tras varios días de negociación para adquirirla, a cada oferta el cacique le decía que los caballos que quería Solanet no estaban en venta. Luego de permanecer entre la indiada sin claudicar de su propósito y participando de festejos, de asados y de varias conversaciones en las que, al descuido, intercalaba una nueva oferta, la que, otra vez, era rechazada, el estanciero, dándose por vencido, decidió volver a su campo. En el momento de la despedida recibió la gratísima sorpresa; una pareja de caballos criollos de los más puros le fue entregada como obsequio por el jefe indio el día de su partida. El tehuelche cumplió con su palabra, sus caballitos no estaban en venta, se entregaban como regalo a quien demostraba ser amigo.

Se sabe con certeza que el dueño de “El Cardal” llegaba a Comodoro Rivadavia y desde allí se trasladaba a caballo hasta la cordillera donde habitaban indígenas, que tenían gran cantidad de yeguarizos. Negociaba con ellos reuniéndose en una pulpería conocida como “de las Lagunas Saladas”, acordaba el precio por cada ejemplar, generalmente pagaba por ellos cinco pesos, seleccionaba morfológicamente a los que compraría y volvía a su estancia con las yeguas y sementales que había adquirido, a través de mil seiscientos kilómetros que recorría en aproximadamente seis semanas.

También revisó la caballada de Catán Cabrera y no lograba ponerse de acuerdo con el indio sobre el precio de una yegua de pelaje moro a la que su dueño reputaba de mansa. Emilio Solanet, en una reunión llevada a cabo en el mencionado “boliche”, le ofreció el doble de lo que solía pagar por cada caballo, pero el indio quería más. Le ofreció treinta pesos y nada, cuarenta y tampoco. “…Bueno -le dijo recordando que su interlocutor era analfabeto- le hago una última oferta y no le doy ni un peso más… cinco pesos es todo lo que estoy dispuesto a pagarle…” creyendo que se le ofrecía una suma mayor, Catán Cabrera aceptó. A este ejemplar la bautizó “Baguala” porque a pesar de su supuesta mansedumbre fue necesario enlazarla y aún así bellaqueaba.

Es importante destacar que los indígenas nativos de las pampas, antes aterrorizados por los caballos, rápidamente los hicieron suyos y los domesticaron utilizando una técnica propia, mimética y simbiótica que vinculaba al indio con el caballo a través de sus creencias que lo consideraban sagrado; lo usaron como transporte, para la guerra y también como alimento, tal vez de estas dos últimas utilidades surgiera su sacralidad.

El doctor Solanet fue profesor de hipotecnia y de hipología de la Facultad de Agronomía y Veterinaria, en algún momento el más joven docente de esa casa de altos estudios. Científico, político y hombre de campo que se destacó durante más de cuarenta años como el más importante criador de caballos criollos. Escribió dos libros fundamentales sobre ellos, “Pelajes Criollos” y “El Caballo Criollo” entre otros.

Este pionero de la recuperación de la raza autóctona sabía que la cría del caballo es más un arte que una ciencia y se convenció de que la que se había propuesto rescatar era la más apta para el trabajo y también para el ejército al que los caballos le resultaban en aquella época de suma utilidad.

Desde el comienzo de su actividad como criador, el doctor Solanet llevó un registro particular en el que en forma muy ordenada figuraban las madres y consignaba detalladamente las características de cada una, sus medidas y su descendencia. Asumió la tarea autoimpuesta como un verdadero científico pero con un fin eminentemente práctico: producir un caballo ideal para el trabajo en el campo, rápido, ágil, valiente y de buen temperamento.

Notas:

(1) Cimarrón: así se denomina en América al animal salvaje, no domesticado

  1. Fotocopias de diversas escrituras de compra de estos animales le fueron entregadas al autor por el señor Jorge Nadal, quien también aportó copia del manuscrito “Orígenes de los equinos criollos del Establecimiento El Cardal” del doctor Emilio Solanet.

(3) El doctor Emilio Solanet nació en Ayacucho el 28 de abril de 1887, hijo de don Felipe

Solanet y de doña Emilia Gassibayle. Se casó con María Emma Etchegoyen con quien

tuvo cuatro hijos, María Angélica, María Emma, María Emilia y Oscar Emilio.

Obtuvo el 1908 el título de médico veterinario y en 1910 el doctorado, ambos con

medalla de oro.

Fue presidente del comité de la Unión Cívica Radical de Ayacucho durante treinta y un

años, vicepresidente del comité bonaerense y miembro del comité nacional de dicho

partido. Se desempeñó como legislador provincial y Diputado Nacional.

Transcurrió los dos últimos años de su vida residiendo en forma permanente en “El

Cardal”, su campo de seis mil hectáreas, allí falleció el 7 de julio de 1979, tenía 92

años.

Cardal: donde crece el cardo.

  1. Testimonio escrito en poder del autor.

FALCO, Orlando W. “El Resero, la historia de una estatua”, Buenos Aires, Editorial El

Escriba, 2ª Ed. 2010.

(*) Director del Museo Criollo de los Corrales, Presidente de la Junta de Estudios Históricos de

Mataderos

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